18:44

El desasosiego ideológico

El  no y el sí son breves de decir, pero piden pensar mucho.
Baltasar Gracián (1601-1658)

Vamos a ponernos en situación: dinámica de grupo por una entrevista de trabajo en la que los sujetos a prueba deben tratar de decidir una serie de puntos en común sobre las características que debería tener el empleado idóneo para la empresa. Tras un debate amable, concluye el ejercicio y el responsable de recursos humanos nos menciona un pequeño detalle: este tipo de actividad está pensada para que nunca se llegue a un acuerdo. Un comentario de apariencia trivial que esconde bastante acerca de cómo van las cosas en nuestra sociedad.

En un texto que escribí hace ya unos años señalé que vivir es una guerra diaria, un continuo conflicto. Parece más fácil posicionarse a un lado y disparar desde ese lado de la barrera que tratar de llegar a puntos comunes con los demás. Nos lo demuestran de forma continua nuestros políticos, nos lo demuestran las disputas por la educación, los conflictos sociales en torno a festividades, a diferentes eventos, hasta los programas de televisión o el deporte. Acaba por formar parte de nuestra identidad: yo soy de A, tú eres de B. Y por eso, no estamos destinados a llevarnos bien. No podemos convivir.

 Los fusilamientos del 3 de mayo en la montaña del Príncipe Pío de Madrid (1814), de Goya
A los extremos les cuesta comprender que haya personas entre medias, personas que respetan los puntos A y B y buscan otra salida. A modo de ejemplo, con un tema polémico, vamos con la tauromaquia. A varios antitaurinos les cuesta comprender que haya personas no ya taurinas, sino que les dé igual o que digan que respetan ambas posturas. A los taurinos les cuesta comprender que haya quien quiera acabar con lo que les gusta y, más aún, que haya tantos que no les defiendan cuando se trata de una tradición tan nuestra. No sé, a veces pienso en lo fácil que sería tratar de lograr que la vida para los toros fuera apacible y pacífica, que no muriesen de esa manera en las plazas de toros ni todo se erigiera por reglas que de milenarias parecen prehistóricas por su brutalidad, pero sin perder quizás esa parte de misterio y extraña belleza del toreo. Torear sin muerte, sin sangre. No sé si será posible, pero todo sea por dignificar la vida del animal y por dejar parte de la barbarie sin perder algo que, por mal que nos pese, en efecto ha inspirado a muchos.

Pero a veces las cosas llegan a unos extremos grotescos, cuando la lucha por una ideología puede dejarnos caer en la atrocidad. Ha sido tristemente célebre el caso de Adrián, un niño de 8 años enfermo de cáncer que expresa su deseo de ser torero y que, por ello, no solo es criticado, sino que se convierte en punto de mira de algunos antitaurinos que le desean la muerte, que no se recupere, como si sus ideas valieran la vida de otra persona o acaso ellos estuvieran cumpliendo ahora lo que decían a los 8 años. Cuando García Lorca fue fusilado en 1936 la excusa del régimen franquista fue una especie de rencilla por su homosexualidad. Quizás hoy en día la excusa que hubieran ofrecido otro sector de población sería que le gustaban los toros. Por cierto, que la muerte de un torero amigo suyo inspiró uno de sus grandes poemas: Llanto por Ignacio Sánchez Mejías (1935). A ver si esta comparación sirve para reflejar las tonterías que nos pueden llevar a cometer la defensa extrema de nuestra ideología. 

Plaza de toros Las Ventas (Madrid), fotografía propia
Y muchos se preguntarán: ¿y tú? ¿Taurino o antitaurino? Porque la necesidad de etiquetar es más importante que la reflexión tranquila y argumentada. Fácil: no he ido nunca a una corrida de toros ni iré, no me atrae, me repele. Pero también sé que hay un sector de la población, creo que cada vez menor aunque desconozco los datos, a las que le atrae, también sé que por mucho que nos pese forma parte de la imagen de España y que sus aficionados, ante el ferviente movimiento contrario, se vuelven cada vez más airados por defenderse. Por eso creo que tratar de alcanzar algún punto en común sería lo idóneo; en muy pocas ocasiones lo he escuchado mencionar en alguna noticia al respecto, pero parece que la masas son inamovibles: o todo o nada. Pues sigan peleándose. Gane quien gane, al final será una imposición de un grupo sobre otro, y pierda quien pierda, seguirá sintiéndose moralmente superior al otro, porque ninguna aceptará nunca que el otro tiene razón, la tenga quien la tenga.

Sucede de forma similar con cada 12 de octubre sobre el debate eterno en torno a qué celebramos o si hay que celebrar algo. Vamos a tratar de elaborar una comparación particular: cuando Andrés aún no había nacido, su abuelo, un hombre desquiciado, asesinó a ocho personas de forma violenta en el pueblo, hoy Andrés tiene cincuenta años, nunca conoció a su abuelo, pero aún la gente del pueblo pasa murmurando delante de la puerta de la casa familiar, los niños le siguen apodando el asesinito a pesar de su edad y muchas mañanas aparece aún pintada su casa. O sigamos con el caso similar de la protagonista de la película Tenemos que hablar de Kevin (Lynne Ramsay, 2011). O con lo que nos muestra parte del argumento del anime Naruto, por irnos a algo más popular: un niño rechazado por la sociedad, estigmatizado por contener una criatura en su interior que antaño asoló a la población, a pesar de que el niño no solo no tuvo culpa de nada, sino que también lo perdió todo en aquel fatídico ataque a la Villa. Es fácil posicionarse aquí a favor de personajes inocentes. Como es fácil cada 12 de octubre culpar a los españoles del siglo XXI del genocidio indígena cometido a lo largo de la conquista de América desde nuestra llegada al continente a finales del siglo XV, a pesar de que España perdió su última colonia hace ya más de un siglo, en 1898.

Monumento a Colón (Madrid), fotografía propia
Un momento, esta defensa es también absurda, porque lo lógico sería pensar así y decir (como se defiende tanto): eh, que mi abuelo no se fue a América, sino que fueron los que se quedaron allí, etc. Pero esto es erróneo, dado que desde el punto de vista de los que rechazan la denominada Fiesta Nacional, no se trata de que los españoles actuales cometieran ese genocidio, sino que los españoles actuales... ¡lo están celebrando! Por cierto, que no paro de mencionar a los "españoles actuales" cuando los que critican la Fiesta Nacional también son españoles... pero hay también cierto rechazo al sentimiento patriótico por evidentes razones históricos y posicionamientos ideológicos, aunque eso es otro berenjenal. 

Aquí se entrecruzan defensas de dos sectores: los que esgrimen el genocidio, la defensa de las culturas indígenas desaparecidas, que no se puede celebrar un "descubrimiento" de algo que ya existía, los que consideran que no hay motivo de celebración por todo lo que se perdió y por todos los muertos y, en la otra parte, los que señalan que hay mucha leyenda negra, que los ingleses fueron peores dado que además en los españoles se dio el mestizaje y la supervivencia de muchas culturas indígenas han sobrevivido gracias a ello, que muchas muertes se produjeron por epidemias, que los pueblos indígenas no eran el reflejo idealizado que se nos ha ofrecido generalmente, que el "descubrimiento" es tal porque supuso el descubrimiento para Europa de un continente hasta entonces desconocido, al menos de forma fidedigna. Después hay quienes apuestan por cambiar el orgullo por ser español o el Día de la Hispanidad a otra fecha que no tenga envuelta tanta polémica, y también vienen críticas. Y así prosigue la discusión con noticias sobre el día de hoy en plazas de pueblos, barras de bares y redes sociales sustitutas de todo lo anterior. Pues yo creo que cada país tiene su parte para sentirse orgullosa igual que para despreciar sus defectos (y tratar de arreglarlos, que no se trata solo de expresarlos), pero que no pasa por ser simple casualidad. 

Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga (1888), de Antonio Gisbert
Naces en un sitio y decides que es el mejor sitio del mundo y que te sientes orgulloso de haber nacido ahí, a pesar de que, bueno, podías haber nacido en cualquier otra parte del mundo. Pero tampoco es para sentirse mal. Quien quiera ser feliz así, ¿por qué no va a ver todo lo bueno que tiene España? Lo tiene. Es cierto que también lo tiene malo, resulta evidente. Y no se trata aquí de lanzar un mensaje optimista y positivo de que hay que fijarse solo en lo mejor de lo mejor, porque eso nos cegaría de tener una visión crítica. Pero también hay que saber ponderar nuestra actitud y no dejarnos llevar por la corriente de cualquier ideología endocéntrica. A veces tratamos de imponer a nuestros conciudadanos unas reglas de juego demasiado estrictas, donde todo se mide en grado milimétrico y cuando la balanza cae ligeramente hacia un lado, vienen las críticas del otro, y viceversa.

¿Se puede ser crítico sin ser ofensivo? ¿Se puede debatir logrando que todos pongan de su parte para alcanzar un acuerdo? ¿Se puede ofrecer una visión sosegada y respetuosa hacia los demás aunque sea contraria? Sí. Pero, ay, cuánto cuesta encontrarlo.

15:30

Anécdotas (I): El tiempo pasa para todos

Hay momentos puntuales de la vida que se quedan grabados en la memoria, aunque realmente su valor sea insignificante en relación a otras ocasiones más relevantes para el ideario colectivo. Este recuerdo me lleva a mis quince años, cuando cursaba cuarto de la ESO. Fue el último año en que asistí a clases de matemáticas, ya que a partir de Bachillerato cursé Humanidades y posteriormente la carrera de Filología Hispánica. Nunca me ha resultado difícil enfrentarme a las ciencias o a los números, incluso puedo decir con cierta satisfacción que obtuve calificaciones de sobresaliente en ese último año, pero mi interés no se dirigió hacia el campo científico, sino hacia el campo humanístico (arte, letras, etc.), aunque siempre me he considerado una persona abierta a cualquier tipo de conocimiento humano, en toda su amplitud.

En esta ocasión, nos acercamos a uno de esos momentos en que la clase está en silencio, vuelan los bolígrafos por el papel y se nota cómo los alumnos meditan sobre las cuentas del examen. Es curiosa la trivialidad: un problema típico, averiguar la edad de un hijo dentro de cinco años, sabiendo la edad actual del padre y una serie de datos para realizar el algoritmo. Sencillo, aplicando la lógica y los conocimientos adquiridos. Y la profesora paseándose, como creo que debe hacerse, entre las mesas, vigilando, leyendo por encima (cosa que como alumno me ponía nervioso), y atenta a la situación. Justo acababa de terminar ese problema matemático, cuando al pasar por mi lado, tras un rato mirándome, declara ante toda la clase: El tiempo pasa para todos.

Varias cabezas levantadas preguntándose a qué se refiere, algunos se encogen de hombros, hay quien se atreve a preguntar que qué quiere decir. Nada, nada, que el tiempo pasa para todos, solo eso. Y yo regreso a mi examen... El tiempo pasa para todos. He pensado mucho en aquella frase desde entonces. Es una verdad rotunda. Es tan sincera que roza la solemnidad. Incluso tiene un deje enigmático, un punto de nostalgia. Quizás sea una realidad que ignoramos ocasionalmente. Recuerdo que cuando más he notado que alguien crecía, era cuando hacía tiempo que no lo veía.

A veces pienso que un profesor no debiera favorecer a nadie porque sí. No creo que lo hiciera conmigo, porque también se lo recordó a todos. Pero en cierta forma, no pudo evitar aquella forma sutil de recordarme que sí, que había sumado cinco años al hijo tras obtener el resultado final, pero que para mí, el padre seguía teniendo la misma edad y no le había sumado los cinco años que habían pasado.



0:59

Cuestión de calidad... o gusto

Hace varios años, cuando era adolescente, el mundo cultural me parecía mucho más sencillo que con la perspectiva que he ganado con el tiempo. En gran medida, cuanto más he aprendido de la literatura a través de mi carrera y de mis lecturas, mejor he podido percatarme de los parámetros que marcan la calidad de una obra literaria, aunque también he aprendido que esos parámetros depende del enfoque con el que estudies o analices determinada creación. Pero en ese estudio, que generalmente rehuye lo subjetivo para buscar la objetividad "científica" (si acaso existe), siempre, a lo largo de todos estos años, se ha desechado cualquier valoración personal e intrínseca de la persona y, a la vez, se han vapuleado todo lo que se ha denominado de forma artificiosa como mala literatura, generalmente desde cierta tendencia elitista.

Cuando me detengo a contemplar el cementerio de obras que esos comentarios han dejado a su paso, me he dado cuenta con qué facilidad se han finiquitado gran parte del tipo de novelas que me incitaron a continuar por el camino de la literatura, a prender la llama del interés por saber más, por conocer más, por leer más. En cierta forma, esos libros se convirtieron casi en un vicio inconfesable, a pesar de que me habían proporcionado horas de entretenimiento, de cierto ejercicio mental, comprensivo e imaginativo. Todo se reducía finalmente a los bodrios y a la literatura digna. Y en gran medida el corazón de mi yo adolescente se sentía adolecido. Aunque, en el fondo, siempre he comprendido que esas personas que hablaban desde el estrado tenían razón. Al menos, a medias...


Quizás por todo ello, quizás también por mi carácter, he perdido el entusiasmo que caracteriza a un fan por aquello que le gusta. Tampoco es que lo llegara a ser antes, la verdad, pero algo había. Me contento ocasionalmente con poder ver un libro firmado, con acudir a algún concierto, con hacer determinadas cosas pero sin esa sensación de manía persecutoria. Sigo rehuyendo al final de los últimos lanzamientos y estoy actualmente inserto en una vorágine de lecturas que se corresponden a los titulados clásicos, esa buena literatura. Y disfruto, ese factor no se ha perdido. He encontrado el placer en leer tanto a Galdós como un romance medieval, en divertirme con el ingenio de Quevedo o sentir un escalofrío al leer a Cernuda. Incluso dentro de este mundillo siempre reivindicaré cual fan enloquecido a un poeta tan olvidado como Vicente Aleixandre. Pero todos estos grandes nombres no me impiden repasar la estantería de mi casa y ver esos títulos malos, esos bodrios y sentir la tentación de perderme en sus páginas. De buscar la misma evasión que muchos otros lectores en el mundo. Y encontrar que no todo es tan oscuro ni todo es tan blanco.

Mi conclusión es ecuánime y aristotélica, moderada en cierta forma. A mi forma de ver, existen dos ejes, dos ejes muy evidentes y que suelen provocar la confusión de muchos lectores que tratan de puntuar una lectura. Son dos ejes que rigen el análisis personal de una obra: el eje de la calidad y el eje del gusto. Si somos lectores entrenados (rehuyo decir buenos lectores, eso queda relegado para quienes piensen que existen los malos lectores), seremos capaces de discernir cuándo una obra es buena y cuándo mala dentro de determinados parámetros (la comparación con otras novelas similares, su aportación al mundo literario, su inclusión con la tradición, su influencia en obras posteriores, su estructura, su capacidad expresiva...), pero también de saber si nos ha gustado o no a pesar de sí misma. Porque sí, podemos reconocer que una novela no es una obra maestra y, sin embargo, también que hemos disfrutado mucho de ella. Porque no, no todos los libros (ni películas, por cierto) son obras maestras y, mucho más importante, tampoco lo pretenden.


Quizás por eso no me complacen aquellas críticas que se pasan de frenada, aquellas que no son capaces de valorar nada positivo de una obra (aunque seamos sinceros, también hay obras que no hay por dónde cogerlas) o, por contra, que no son capaces de observar ningún defecto en su visión positiva e idealista de un libro. Cuando repaso algunas lecciones (y me refiero a lecciones inconscientes) que me han dado determinados profesores, me he percatado de un hecho curioso: el profesor que me hizo enamorarme del Quijote, ante el cual mostraba también un gran entusiasmo, fue también la misma persona que me hizo observar sus defectos, porque los tiene, y eso no resta valor ni importancia a la obra. 

Hace poco comenté en una reflexión que a cualquier lector podría gustarle o no esta célebre obra española, pero por mucho que se empeñe, no podrá negar su calidad, al menos no dentro de los parámetros de su época o de su influencia, o incluso de haber sido en muchos casos la primera obra en reunir unas características tales como para considerarla la primera novela moderna. En efecto, te podrá no gustar por mil motivos, pero resultará difícil (sino imposible) defenestrarla como obra literaria. Por cierto, también es frecuente encontrar entre los motivos para que no te guste algo, no haber alcanzado una interpretación satisfactoria de lo que lees, es decir, un cierto grado de incomprensión bien porque sea intrínseco a la obra (que esta sea difícil de por sí o que su desarrollo sea nefasto), bien porque no se cuenta con la requerida preparación (porque no nos engañemos, hay muchos libros cuyas claves residen en cosas extraliterarias, por lo que resultará imposible que nos guste sin dominar esas claves).


Sobre esta cuestión aquí desarrollada, digamos mi teoría de los ejes de calidad y gusto (que es un nombre extravagante, pero muy al caso), me gustaría resaltar dos aspectos. El primero tiene relación con los prejuicios literarios. El segundo, con la educación literaria. En el primer caso, un repaso a la historia literaria nos hará ver cómo obras que tuvieron éxito en su momento han podido ser olvidadas o pasar por épocas de "oscuridad" hasta ser recuperadas con posterioridad, así como obras que fueron machacadas por la crítica de su momento y después han gozado de un prestigio inaudito, lo que demuestra que en muchas ocasiones los parámetros de calidad (el canon) no tienen la razón absoluta. En cierta forma, me gustaría aquí reivindicar una situación que, creo y espero que sea así, está variando en los últimos años: la situación de los conocidos como géneros menores, tales como el género negro, la fantasía, la ciencia ficción y algunos otros, que siempre han sido mirados con ciertos desprecio

Como pasa en todos los casos, existen obras buenas y malas, algo que no podemos dudar y que, reitero, sucede en cualquier género, pero denigrar toda una serie de obras por pertenecer o adherirse a un género, es un prejuicio que impide ver más allá de las etiquetas y, por tanto, alcanzar una valoración justa. Especialmente cuando lo hacemos en un eje de calidad, suponiendo que toda la ciencia ficción es mala per se, cuando en verdad se trata de un gusto personal: no me gusta la ciencia ficción. Pero ojo, caer en el movimiento centrípeto de leer un único género o tipo de literatura de forma exclusiva es igual de pernicioso, porque al final no crecemos como lectores, sino que nos enclaustramos. En relación a toda esta cuestión, también resulta ridículo ver cómo hay personas que opinan por tendencia, aún sin haberse acercado a la obra que critican o, peor aún, sin tener un criterio personal sobre la misma. Por eso, prefiero no opinar nunca sobra una obra que no he leído con mis propios ojos.


El segundo punto tiene relación a mi pensamiento sobre la educación literaria, que no desarrollaré aquí de forma completa, pero quisiera marcar un punto esencial. Creo que el sistema generalizado, en el que yo me eduqué y que por experiencia ha sido el mayoritario para muchos (¡ojo, me baso en datos de mi propia investigación de TFM, así que no me invento nada!) está equivocado. El sistema se basa en convertir la lectura en una obligación, pero considerando que "x" obras son las adecuadas para todos los alumnos, independientemente de su individualidad (esto es, sus gustos personales, su forma de ser, su nivel como lector). 

Y aquí entra un aspecto aún más nefasto: hay determinados alumnos que comienzan a ser lectores gracias a los bodrios que antes mencionábamos y eso puede conducir a un rechazo por parte del profesor (no voy a generalizar, espero y deseo que ya haya profesores de todo tipo, aunque esta situación la viví personalmente). Un rechazo que puede partir del desconocimiento ante toda una serie de obras por caer, de nuevo, en las etiquetas y, sobre todo, en la incapacidad para comprender que algo de tan poca calidad pueda gustar o servir de puente hacia otras lecturas a nuestros jóvenes. En este caso, creo que el rechazo a lo que a ellos les gusta puede llevar posteriormente al rechazo de lo que nosotros proponemos (o peor, obligamos).


En lugar de eso, la opción que prefiero es la de trazar líneas, puentes, hacia otras lecturas. En un ejercicio de literatura comparada, intentar unir lo que a ellos les gusta (eje del gusto) con lo que nosotros consideramos que se relaciona con ese gusto y que es de calidad (eje de calidad), otorgando no una, sino varias opciones. Eso supone un trabajo por parte del docente, lo admito... ¿pero acaso debe existir un profesor de literatura que no sea capaz de tener tales recursos, de llevar a sus espaldas cientos de lecturas o, al menos, conocerlas? Aquí corto, que como decía Michael Ende, esto es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.

En definitiva, lo que he tratado de reflexionar con vosotros es sobre esas tendencias a calificar o descalificar toda una serie de obras sin encontrar lo positivo o negativo que puede haber en ellas. Sé que a veces gusta encontrar una irónica y satírica crítica sobre algunos libros o películas, sobre todo porque esa crítica se convierte en un tipo de lectura muy atractiva y, en ocasiones, inteligente, pero cuando nos propongamos evaluar seriamente una obra, debemos tomar una decisión: ¿será cuestión de calidad, de gusto... o de ambas? En ello radicará nuestro enfoque.

Y ahora os pregunto, ¿cuál es vuestro enfoque a la hora de valorar una obra?

Un libro no existe en tanto alguien no lo lea. Y nunca nadie lee el mismo libro.
Ana María Matute

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